PRÓSPERO.-No hace mucho mencionasteis al paso la existencia de un libro originalísimo, inédito aún, que se viene escribiendo por etapas. Como una obra de esa índole me resulta inverosímil, mucho os agradecería una aclaración al respecto.

PRECEPTOR.-El libro a que hice mención tiene la particularidad de ser leído más con el entendimiento que con los ojos. Algunos de sus capítulos sirvieron de guía a muchas generaciones del pasado. No pocos lo han buscado, mas ello ha sido en vano porque jamás se lo ha hallado.

Ese libro universal es, en verdad, el Libro de la Creación. Sus páginas, abiertas a todas las mentes humanas desde que pueblan la tierra, contienen recuerdos e imágenes vivientes. Grabadas con caracteres imborrables, van quedando en él las más sublimes concepciones de los genios habidos en el mundo. Algo impide, no obstante, la comprensión de sus maravillosas páginas.

PRÓSPERO.-Presumo que ese algo que nos vela las imágenes del misterioso libro es, sin duda, la ignorancia.

PRECEPTOR.-Quizá lo sea. Pero veamos, quiero haceros una pregunta: ¿Comprendéis vos, acaso, mis enseñanzas escritas, con la misma facilidad relativa con que comprendéis las que os doy personalmente, en forma verbal?

PRÓSPERO.-No, claro que no. En lo escrito hay siempre algo que nos hace dudar de nuestra certeza, por lo cual no podemos, en verdad, estar seguros de haber interpretado bien. Las palabras escritas parecieran complacerse en sugerirnos varias cosas a la vez, con el fin de confundirnos. Cuando os oigo, siento en cambio que mi comprensión se abre confiada al influjo de vuestra palabra, cuyo recuerdo se torna mucho más nítido que el de la escrita.

PRECEPTOR.-Ahí está, justamente, el misterio revelándose solo. Empero, no me habéis dicho, por habérseos pasado tal vez inadvertido, que a la palabra escuchada la acompañan, con atrayente y singular fuerza, los gestos de la fisonomía, la expresión de los ojos, los ademanes, las diferentes modulaciones de la voz, los silencios y hasta lo que se sugiere pero no se pronuncia, todo lo cual orienta la atención del que escucha llevándole a entender sin dificultades aun los más difíciles temas. De este modo, las imágenes quedan grabadas en forma indeleble, mas sobre ningún papel pueden ser reproducidas.

Pues bien, no sólo ocurre esto en el campo del gran saber, sino en todos los campos donde exista vida humana. Jamás podrá describir nadie los íntimos desasosiegos de una madre para con su hijo, ni las hondas reflexiones o la preocupación de un padre pensando en su porvenir, sin desvirtuar o disminuir el fondo de grandeza que asiste a esos actos paternales. Jamás podrá expresarse en frías letras la ternura de un hijo al comprender los sacrificios de sus padres. También el llanto, cuando brota del alma, es idiomáticamente intraducible. ¿Puede expresar alguien el hondo drama de un enfermo al pronunciar palabras ajenas a este mundo en sus momentos de mayor angustia? Y su extremo opuesto, esos instantes de inefable dicha -que por algo se los llama así-, ¿puede la palabra traducirlos? ¿Puede expresarse lo que siente el corazón humano y experimenta el espíritu en tales circunstancias? ¿Qué decimos al contemplar un panorama de extraordinario encanto o al visitar un lugar maravilloso?: «¡Oh!, ¡qué grandioso!, ¡qué soberbio!», u otras exclamaciones similares; mas, ¿es posible plasmar con palabras la imagen intacta de cuanto hemos visto y admirado? No, no es posible. Podremos ensayar mil formas descriptivas, pero el ánimo de quien las lea o escuche nunca sentirá ni experimentará las impresiones propias de quien vio lo que describe; para el primero serán tan sólo meras referencias. Eso sí: queda siempre la posibilidad de acudir al lugar descripto y recibir uno mismo la impresión, como quien va a la fuente de un libro a leer la página que tanto se le ha recomendado.

Así, pues, el Libro de la Creación, que nunca fue editado, se lo viene escribiendo desde las más remotas épocas. Muchos hay que han aprendido bastante de él; otros, en cambio, lo ignoran por completo, siendo estos últimos los más, desgraciadamente.

PRÓSPERO.-Con ser asombrosa la concepción de lo que habéis expuesto, no me es dado aún abarcar la profunda enseñanza contenida en ella. Sé que debo escudriñar muchas veces este asunto antes de que se revele a mi conciencia en toda su magnitud.

PRECEPTOR.-Naturalmente. Recordad lo que os dije: es el libro de las imágenes vivientes y de los recuerdos. Quise con ello significaros que no es para ser leído, sino para entenderlo y vivir cada uno, en su intimidad consciente, la parte que le ha sido destinada.

Yo mismo, ¿no voy escribiendo, acaso, sobre la vida de mis discípulos, una parte de ese libro que en sus recuerdos leen los ojos de sus entendimientos mientras van iluminándose las imágenes de los instantes en que fueron escuchadas mis palabras, ya en cenáculos, ya en clases o en conferencias? Sobre vuestra pantalla mental, ¿no se dibuja en esos momentos, con perfiles harto elocuentes, la silueta del Preceptor enseñando con expresiones plenas de vida, con gestos y ademanes que os dan la sensación, unas veces, de que estáis siendo levantados en espíritu, mientras que otras, con mayor fuerza de expresión en el relato, os hace inclinar consternados, conmoviéndoos hondamente? Cuando levanta sus brazos, ¿no os colma de felicidad el verle bosquejar la imagen de un conocimiento que pareciera contener entre sus manos?

Es en esos instantes, justamente, cuando escribo sobre las vidas de cuantos me escuchan -fuera de lo que puede ser trasmitido- esa otra parte que, para el propio recuerdo, queda grabada en cada uno tal como queda lo que ha sido visto por nuestros ojos y escuchado por nuestros oídos y que -os lo hice notar- no puede ser reproducido con palabras. La reproducción, sea leída, sea escuchada, no puede hacer experimentar nunca las sensaciones propias de la realidad vivida.

Por ello os mencioné el gran Libro de la Creación; sus páginas aladas conservan intactos los arcanos de la vida universal y de la vida humana, vedados tan sólo a la ignorancia, que los niega por desconocerlos.

Carlos Bernardo González Pecotche
Diálogos, pág. 26
Enero 1952