Antes de que el lector piense que se trata de un libro escrito por alguien que está fuera de la órbita humana, o de un libro en el cual se hallan estampadas revelaciones que describen todo el proceso de la vida, nos adelantamos a decirle que se trata, lisa y llanamente, de un libro individual: el que cada ser humano puede y debe escribir acerca de su propia vida. ¿Acaso los grandes hombres, en el ocaso de sus días, no escriben sus memorias? Pues bien, escriba cada uno de los hombres las suyas, recogidas a lo largo de su vida, y así no olvidarán muchos de los tantos episodios, hechos o circunstancias en los cuales intervinieron directamente.

Es muy natural que esto, para los no afectos a escribir, habrá de resultar risueño y harto difícil. No lo dudamos, como tampoco dudamos que resulte difícil aun a los que acostumbran llenar carillas ocupando su atención en temas de su interés. No obstante, no pocos habrá a quienes guste la idea y dispongan su ánimo para tal fin. A éstos habrá de servir esta sugerencia: si queréis ser más, no os echéis en menos, y si queréis alcanzar aquello que os proponéis, no os crucéis de brazos pensando que sin esfuerzo consumaréis vuestro propósito.

Cuando se vive una vida carente de perspectivas, es natural que no se sienta ningún deseo de concederle importancia. Pero cuando se tiene conciencia del desarrollo que ha tenido esa vida y de las perspectivas que anuncian un futuro lleno de posibilidades, esta circunstancia, ¿no inclina, por ventura, a consignar en las páginas de un libro íntimo, todos los instantes del pasado, desde el más feliz hasta el más aciago y desde el más intrascendente al de mayor volumen, a fin de continuarlo a medida que se recorre la parábola de la existencia?

Lo interesante de esta tarea es que, una vez comenzada, promueve de inmediato, junto a las satisfacciones que permite experimentar, una acentuada preocupación por evitar que queden hojas en blanco por falta de algo que anotar en ellas. Es que así como a nadie agradaría leer un libro en el que tuviera que pasar páginas en blanco, mucho menos puede esto agradar tratándose del propio libro.

Alguien podría objetar que no siempre se tienen motivos para escribir, a lo que responderemos que a un ser de fecunda inteligencia nunca faltan, pues cuando no puede narrar hechos, recurre a las ideas y pensamientos que movieron su voluntad en ésta o en aquella dirección mientras buscaba amenizar las horas de su existencia en permanentes ciclos de inspiración.

¡Cuán agradable ha de resultar cada vez que se hace un alto en el camino, evocar las figuras ingenuas y a la vez atrevidas de la infancia! ¡O aquellas otras de la juventud, que en sucesión abrumadora desfilaban por la pantalla mental, donde la imaginación, con su mágica linterna, proyectaba planes que por inalcanzables habrían de deshacerse luego!
Sin embargo, en medio de las divagaciones o de los pensamientos que acompañaron al niño en su infancia, ¿no se perfilaba ya, como en visión profética, mucho de lo que después vivió en sus horas maduras? ¿No lo prueba el hecho de que todo proyecto que tuviera alguna relación con las inclinaciones de la niñez, encontró franco auspicio en la edad viril, de luchas y realizaciones?

Alguien podría argüir respecto a lo que hemos llamado libro de la vida, que no sería posible consignar en él los pasajes ingratos, o sea las horas mal vividas, en las que están incluidos errores y faltas cometidas, etc., a lo que contestaremos que no ha de ser difícil cambiar -ya que se trata de un libro de hojas movibles- las horas mal vividas por otras mejor vividas, lo que significaría haber superado estados inferiores e impropios de una vida que busca enaltecerse y alcanzar las ansiadas cumbres de la felicidad.

La presencia de ese libro en nuestras manos invitándonos a su lectura, habrá de llamarnos muchas veces a la realidad y a la reflexión; surgirán así nuevas iniciativas, las que, a su vez, forjarán futuros capítulos en los que se advertirán los signos inequívocos de altas concepciones y estimables empeños de superación y perfeccionamiento.

Carlos Bernardo González Pecotche
Revista Logosofía Nº 81
Septiembre 1947