Voy a referir esta noche algo que no está escrito ni se ha oído en ninguna parte, algo que ocurrió hace mucho tiempo y que para mí es tan cierto como cierta es la conciencia que tengo de que hoy existo; pero, desde luego, esto no quiere decir que lo sea también para vosotros. Tenéis el perfecto derecho de dudar, de no creer, mas ello no debilitará en absoluto la consistencia de la verdad que voy a exponeros. De manera que, hecha esta salvedad, fácil os será escuchar sin que vuestro espíritu se inquiete. Repito: lo que referiré no está escrito en ningún libro, porque cuando ocurrió no se consignaban los hechos en escritura alguna.

Más de una vez he observado que hay entre vosotros quienes se impacientan debido a que no alcanzan a llevar sus inteligencias a planos de mayor dominio sobre los conocimientos. Esa misma impaciencia es la que teje los argumentos contradictorios que luego desdicen sus reiteradas afirmaciones anteriores. Ocurre, pues, que cuando contrariedades de cualquier índole turban sus ánimos, se quejan y manifiestan no estar satisfechos, y así es como en unas oportunidades expresan haber recibido del conocimiento logosófico un bien enorme y haber experimentado muchas cosas imposibles de experimentar sin él, y en otras se muestran decaídos y piensan y afirman que es muy poco lo que han logrado. Sería el caso de preguntar a quienes así se comportan si esa queja es justa, haciéndoles tener en cuenta qué han hecho para merecer más. Tal actitud irreflexiva puede conducir, por otra parte, a la pérdida de toda convicción y seguridad; es como si fuera restándose a una suma que se posee, algo que va dejando de formar parte de la propia pertenencia.

Estos hechos de la inestabilidad consciente de los seres humanos vienen de muy lejos. He aquí la leyenda que anunciara al pronunciar mis primeras palabras.

Un día, cuando la humanidad comenzó a tener conciencia de la vida y del mundo en que vivía, los seres humanos que formaban esa humanidad se quejaron a Dios. Dijéronle que unos hacían cosas muy buenas y otros cosas muy malas; que unos trabajaban y otros no, y que, sin embargo, nada de ello le era a Él informado. Que no había constancia de las acciones buenas ni tampoco de las malas. Dios tuvo, entonces, un gesto de inmensa alegría al percibir que sus hombres, los hombrecitos de la tierra, empezaban a hacer uso de sus entendimientos, y encontró justa esa queja; tan justa que, desde ese día, comenzó una nueva era para la humanidad, porque pronunció una sentencia que hasta el presente ha ido cumpliéndose inexorablemente: «Aquel de vosotros que se destaque, que dignifique su especie, que se muestre justo y haga obras buenas, será justificado en un libro, y a todos aquellos que merecieren figurar en él, al leer sus nombres los glorificaré».

Dijo que ese libro representaba el portal por donde los hombres penetrarían en Su Reino y serían honrados y se llamarían inmortales, pero que también serían anotados en él los más malos, para que los hombres, al leer sus nombres, sintieran horror por ellos. Dijo asimismo Dios que cuando Él leyera esos nombres los borraría del libro, haciendo que nadie los recordase; y que si alguna vez alguien lo hiciese, sería tan sólo para señalar a un renegado.

Y bien; los que esta sentencia escucharon, quedaron en silencio, pensando, sin duda, cómo habrían de hacer para poder figurar en aquel libro. De ahí nació en los hombres el noble afán de ser más de lo que eran; de hacer el bien y superarse. Y pasado que fue el tiempo, surgieron los primeros nombres que habrían de ser escritos en tan grande libro. Muy pocos, por cierto, alcanzaron tan alto designio; de miles y miles apenas unos cuantos conquistaron la dorada meta de figurar en sus páginas eternas. Hubo quienes, enfurecidos por ello, comenzaron a hacer mal para que sus nombres aparecieran de alguna manera en el libro, y así fue como también se inscribieron en él los nombres de los primeros grandes infames que tuvo la humanidad, o sea, el de los primeros renegados.

Todo esto hizo nacer en la conciencia humana el sentido de la responsabilidad: no había que olvidar las palabras escuchadas, las que, con sobrada elocuencia, daban a entender que las páginas de ese libro serían para los buenos y no para los malos. El espíritu de todos los seres humanos se estimuló con ello grandemente, mas, como siempre acontece, no todos supieron cultivar ese estímulo y hacer de él un verdadero culto, sin contaminación de ninguna especie. Empero, aun cuando fue reducido el número de hombres que profesó el culto a ese estímulo, de esos pocos descendieron otros que, siguiendo el ejemplo de aquéllos, grabaron también sus nombres en el libro. Los que lograron una gran superación, los que alcanzaron grandes conocimientos, instituyeron la primera escuela, en la que deberían iniciarse los que aspiraran a la alta honra por ellos merecida.

Ese libro se llama Historia, y es el que explica a toda inteligencia humana quiénes son los que han podido penetrar en él y cuáles sus méritos. Por mucho tiempo tuvo influencia poderosa entre reyes, príncipes, jefes de Estado y sobre todos los hombres que por su dignidad, herencia y saber, habrían de figurar en él. De ahí sus empeños para que las páginas en que debían aparecer sus nombres fueran espejos de sus vidas ennoblecidas en el bien y exentas de borrones.

Explica esto la enorme responsabilidad de aquellos hombres, que no actuaban egoísta o caprichosamente, pues, sabiendo que debían ingresar en ese libro y que por él serían juzgados, primero por sus semejantes y después por Quien dictara aquella sentencia y abriría un día sus páginas, sus afanes tendieron siempre hacia la conquista del bien por el bien mismo, y todos sus actos fueron siempre regidos por tan encumbrados pensamientos.

Cuando al pasar los años y las épocas los hombres olvidaron la conducta y el ejemplo de quienes les precedieron, se hicieron indignos de figurar en tan valioso libro, cayendo en el desprestigio y la anulación. Lo que hoy ocurre en el mundo tiene mucho que ver con esa decadencia e impostura que ha abierto un paréntesis al juicio de la Historia.

Hay principios que son eternos, que son inexorables, y, por más dominio que se tenga para subyugar a los pueblos, no pueden cambiarse ni trastornar el orden existente y precipitar en el caos el proceso de la civilización. Las leyes son, como los principios, de esencia eterna; para la inteligencia de los hombres todas ellas deben ser reales y lógicas, y si una ley les hace ver que no es posible llenar con diez litros de agua un vaso pequeño, con ello también les hace ver que no puede modificarse lo que es inmodificable.

Ha habido durante el transcurso de los últimos tiempos mucha inquietud en el mundo; y los hombres fueron tan impacientes que, en vez de esperar nuevamente la palabra de Dios, confiaron sus quejas a intermediarios que «todo lo arreglan». De ahí que tuvieran luego que sufrir la más bárbara de las desesperaciones y el más cruel de los martirios, pagando muchos de ellos con la vida semejante credulidad. ¿Qué responsabilidad podían tener los que pretendieron y prometieron eliminar las causas de las quejas de los hombres? Ninguna. Esto debe traer por consecuencia horas de profunda reflexión.

Muy otra cosa habría sido si por lo menos se hubiesen encomendado a quienes acreditaban responsabilidad; sobre todo, a aquéllos cuyos antepasados grabaron sus nombres en la Historia, a aquellos que jamás habrían obrado contradiciendo a quienes les precedieron en sus sitios de alta significación política, social, científica, etc., porque éstos, como aquéllos, siempre pusieron su empeño en merecer un lugar en la Historia. Y, repito, no queda consignado en ella quien no haya acreditado ante el mundo haber beneficiado en algo a la humanidad, sea mediante obras de bien, sea dejando ejemplos aleccionadores para sus semejantes. De ahí que pueda decirse que ese libro agrupa a toda una estirpe de hombres que se destacaron por sus hechos; y nada puede ser más auspicioso ni más estimulante para el hombre, que saber que sus semejantes, por sus méritos, por sus esfuerzos, por sus ejemplos, merecieron la honra de ser anotados en él, y de haber forjado por sí mismos su propia grandeza.

He hablado así, en este día, porque parecería cerrarse con él uno de los grandes capítulos de la Historia.

Es necesario que las nuevas páginas contengan muchos nombres; esto significará que muchos han sabido alcanzar esa honra, distinguiéndose entre la humanidad anónima. No olvidéis que cada uno de los que están inscriptos representa un símbolo, y que, por el respeto a esos hombres, muchos otros son respetados. Se respeta, por ejemplo, a los argentinos por San Martín y por la legión de próceres que cimentaron la nacionalidad; a los uruguayos, por Artigas y por los demás hombres que inspiraron y forjaron el destino de su nación. Y como éstos, muchos otros pueblos son honrados a través de sus hombres prominentes, como si ellos fueran los verdaderos ángeles guardianes de sus respectivos pueblos. ¿Qué menos puede hacerse, entonces, que tratar de ser dignos de herencia tan augusta? Cada uno, pues, en la medida de sus fuerzas, deberá empeñarse en seguir esa senda, y, aun cuando no alcanzase a consignar su nombre en el sagrado libro, feliz de él si, aproximándose cada vez un poco más, puede alentar la esperanza de figurar un día en sus páginas. Estoy seguro que lo haréis si tomáis por cierta esta otra verdad: el día que ese libro se cierre será muy triste si os encontráis fuera.

Es de confiar que todos los seres que integran las generaciones del presente se apresten a colaborar en la gran labor de refirmación de los valores humanos y en la construcción de un mundo mejor, en donde la paz deje de ser un mito para convertirse en la realidad más hermosa a que todo ser pueda aspirar.

 

Carlos Bernardo González Pecotche
Introducción al Conocimiento Logosófico, pág. 173
Agosto 1945