Desde que fue posible recopilar los pensamientos e ideas de los hombres, primero en piedra, en papiros después, y más tarde mediante la imprenta, se tuvo la impresión de que por ese medio gran parte de los seres humanos podría recibir una instrucción e ilustración que de otra manera quedaría relegada sólo a un reducido número: a aquel que tuviese el privilegio de recibir por vía oral el conocimiento que habrían de transmitirle los que estuvieran en posesión de él.
La difusión del libro, prodigándose de un extremo al otro del mundo, ha sido, es y seguirá siendo, el recurso más eficaz para que los pueblos se conozcan entre sí, estudien sus costumbres, sus adelantos, sus características típicas, etc., como asimismo para que todos, sin excepción, puedan compartir los beneficios que reporta cada descubrimiento científico y también las grandes evoluciones del pensamiento, allí donde la civilización acentúa sus progresos en avances consecutivos hacia las conquistas del bien y de la felicidad.
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Una cosa es el libro en sí y otra su lectura. En el libro el autor expone su pensamiento, sea éste de la índole que fuere, con el propósito de hacer participar a los demás de su conocimiento, de sus experiencias o de sus satisfacciones, al enhebrar en fina trama lo que cree interesante dar a conocer. Así, pues, las obras científicas, filosóficas, como todos los textos de estudio, sirven para auxiliar el entendimiento de los que abrazan una carrera o una profesión; y las literarias, en sus variadísimos matices, tienden, a su vez, a solazar el espíritu en el mundo de las ideaciones, de las bellezas naturales y panorámicas o en el de la fantasía.
Es indudable que aquel que escribe un libro experimenta una serie de sensaciones que estimulan fuertemente su voluntad y su entusiasmo; mas, no todo lo que percibe su observación acerca del mundo, de la Naturaleza, de los hombres o de las cosas, como no todo lo que, en tren de crear, aparece manifestándose en el espacio de su concepción mental, es consignado al correr de la pluma. Bien puede afirmarse que esto ha ocurrido siempre y continuará ocurriendo, es decir, que lo que el autor escribe es sólo parte de lo que pensó escribir, no obstante tener la sensación de que nada escapa a su recuerdo en el momento de concretar su pensamiento sobre el papel. No es lo mismo la idea en sí, surgiendo luminosa en la concepción mental, y la fotografía que de ella toma la inteligencia para luego ser descripta en fríos caracteres, tratando que conserve fielmente la forma y el fondo de lo concebido. Indudablemente, la diferencia es notable, pese al afán que se pone en la referida descripción de la idea.
Ocurre algo similar cuando de vuelta de un viaje se relata a las amistades, con todo género de detalles y según el juicio de quien relata, las maravillas, paisajes o sitios visitados durante el mismo y que impresionaran vivamente el espíritu. Los que escuchan, como es natural, no podrán participar más que de una mínima parte de las sensaciones experimentadas en la realidad; ello no obsta, desde luego, para que alguno de los que tienen oportunidad de escuchar el relato, interesándose por conocer las maravillas descriptas, se decida a experimentar por sí mismo idénticas sensaciones. El relato habría servido aquí para estimular a conocer y sentir algo que, de no mediar la circunstancia de la narración, seguramente no se habría llevado a cabo.
Pasemos ahora al caso de los que leen libros. En éstos se producen curiosas variantes en cuanto a lo que extraen de los libros como elemento de juicio. Tenemos dos o quizá tres clases de lectores. En primer término, aquella que incluye a los que leen un libro con verdadero interés y detención, sin ninguna prevención, buscando en sus páginas, además de lo que pueda serle útil, la agradable sensación de comprender el pensamiento del autor, ya por ser afín al suyo, ya porque siendo muy superior cautiva su espíritu y lo llena de admiración. Es muy común que esta clase de lectores llegue hasta a dialogar mentalmente con el autor, completando de esta manera muchas imágenes que no fueron del todo diseñadas o que fueron pálidamente reflejadas en la escritura.
El buen lector, el que sabe leer y estima el esfuerzo y el pensamiento expuesto en una obra por su autor, encuentra a través de su lectura los pasajes de positivo valor y se interesa por ellos vivamente y pasa sin detenerse ante aquellos que por carecer de mérito no alcanzan a despertar en él igual atención y deleite. Esto mismo ocurre cuando viajando por una carretera se contemplan paisajes que agradan sobremanera, y cuya sola vista, al ofrecer motivos justificados para extasiar el espíritu, invita a detenerse; se pasa, por el contrario, con indiferencia, y a veces a gran velocidad, por los puntos áridos o carentes de atracción, que de modo alguno despiertan interés. Con esto se confirma la verdad de que la naturaleza humana, al igual que con las bellezas naturales, tiene afinidad con todo cuanto se relacione íntimamente con la propia naturaleza.
Siguiendo con nuestro tema, nos referiremos a continuación a la segunda clase de lectores, que comprende a los que muestran afición por los libros, pero que por carecer de capacidad suficiente, de educación y de voluntad, o por no tener juicio formado acerca del valor de los libros, muchas veces lee sin la debida atención. A éstos pueden sumarse todos aquellos que aún poseyendo vasta ilustración e inteligencia, leen a saltos, hojeando los libros sin preocupación alguna por el ordenamiento de las ideas expuestas por el autor. Tomadas las páginas al azar, se lee y se juzga por ellas, generalmente, el contenido total de una obra. Esto, como es natural, podría justificarse y bastar en lo que respecta a esos libros cuyos autores, desconocidos, no hubieran revelado ya sus conocimientos y su capacidad de escritores, pero no debiera acontecer con aquellos libros cuyos temas o asuntos marcan rumbos o atesoran motivos de hondo interés para el pensamiento de los lectores, a veces ignorantes de ello por haber permanecido indiferentes y, por tanto, al margen de las preocupaciones contenidas en los mismos.
Es probable que la época en que vivimos haya influido mucho para que se lea a saltos, como hemos dicho, pues parecería no existir ya la tranquilidad que antes se tenía, y que la lectura de las grandes obras, que tanto apasionan el espíritu, requiere. Lo cierto es que en los libros, como en todo lo que no ha sido pensado o hecho por uno mismo, se encuentra siempre algo que agregar al propio conocimiento, y es, precisamente, de ese justo interés por escudriñar todas las cosas que se estiman de valor para aumentar el saber personal, de donde surge el anhelo y la necesidad de superar las condiciones y las posibilidades de perfeccionamiento individual.
Tenemos aún el tercer caso, que agrupa a los lectores que sólo acuden a libros y escritos de vasta difusión, no siempre trazados por la buena pluma; nos referimos a las obras pasionales o policiales como así también a las que difunden ciertas y determinadas ideologías.
Si se tiene presente que para las personas de poca ilustración todo lo que aparece en letras de molde es la verdad, fácil será comprender cómo pueden dañarse sus mentes al utilizar para tal efecto esa literatura «barata», que por lo perniciosa, tan cara cuesta, ya que es muy difícil de desarraigar de la mente de tantos que admiten cuanto leen por no tener, justamente, la capacidad que se requiere para discernir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto y lo conveniente de lo inconveniente.
Todo esto da pie para que surja la necesidad de que en las bibliotecas públicas, en las academias y centros de estudio, se propicie la lectura de aquellas obras que más contribuyan a cimentar la cultura y la preparación del público lector. Con ello se llegaría a interesar a muchos en el conocimiento de los buenos libros y se eliminarían muchas causas, entre ellas la falta de tiempo para el examen de obras escritas, que es lo que hace cada vez menor la dedicación a la lectura, cuando tan necesaria es para serenar los espíritus.
La misión del libro en la educación de la humanidad es grande y respetable; por ello cabe esperar que en el futuro éste se vaya imponiendo como una necesidad que a todos toca por igual. Es el libro el vehículo que conservando el pensamiento en él expuesto, permite que las generaciones puedan nutrirse, sirviendo así a los fines de la civilización y al progreso cultural del mundo.
Carlos Bernardo González Pecotche
Revista Logosofía Nº 62
Febrero 1946
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